Entró en el bar sobre las nueve de la mañana, aunque llamar bar a aquello era atribuirle un significado optimista a la palabra. Los pocos parroquianos que había, tan decrépitos como el mismo espacio que ocupaban, daban la sensación de formar parte del decorado y la cristalera que separaba aquel mundo del exterior diluía su transparencia copiando la de la pesada atmósfera del lugar. Con una desgana que iba a juego con el entorno, el que atendía la barra le dejo ir un ronco “Qué va a tomar”, que fue correspondido por su parte con otro desganado “una copa de coñac”. Todo se pegaba a aquella inmunda barra, y al igual que la copa y sus brazos, el tiempo se adhería en ella casi deteniéndose. Los únicos sonidos que se apreciaban eran el leve murmullo de la clientela, lo que contaban unos tertulianos desde un desvencijado televisor colgado en la esquina de la entrada y el lento y cadencioso tictac de un reloj de péndulo, al que hacía siglos debió morírsele el cucú, que se empeñaba en demostrar que el tiempo transcurría sin apenas conseguirlo. Él se llevaba la copa a los labios con la liturgia del bebedor solitario: las manos aferradas a ella y la mirada perdida en el abismo líquido mientras daba sorbos llenos. Cuando no estaba ocupado en ello su mirada iba del reloj a la pantalla y de allí al cristal que enmarcaba la calle, repitiéndose como el péndulo, tomándose su tiempo en cada periodo; igual que lo hacía la botella, viajando desde el estante a la copa una vez tras otra, para llenar sin descanso aquel pozo sin fondo de su angustia. Todo se repetía una y otra vez en aquella espera , y a medida que se sucedían los sorbos se aceleraba en su interior la rabia por todo lo sucedido.
Todos los días currando. Todo para la familia y encima me echaba en cara que si llegaba bebido, que si los niños, que si eso no puede seguir así ¡Joder! Qué pasa, que uno sale de la obra y se toma una copa con los colegas. Punto pelota. Si fuera el cabrón del Alberto que le casca a toda la familia. Pero yo no, a los zagales nunca les levanté la mano. Y a la Mari… algún empujón, algún grito o un par de leches si no esta todo como debe estar. Que no es para tanto ¡Joder! Y va y me deja. Y se lleva a los crios…
Una mujer salió de un edificio del otro lado de la calle. Tal como la vio cerró su mente y dio un salto del taburete, la hora había llegado. Salió afuera y cruzó con rapidez. Al llegar a su altura la agarró del hombro, frenándola y encarándola con él. Ella lo miró y el terror apareció en sus ojos. El primer brillo del puñal se los cegó. El brazo que lo asía trazó un arco veloz. La hoja silbó, llegó a la tela desgarrándola y continuó atravesando piel y músculo, hasta golpear el hueso. Fue la primera. Después se repitieron una y otra vez, como en un cinexín en manos de un niño. Los manotazos no detenían las rápidas embestidas. El murmullo de los pocos testigos transmutó en griterío, nadie hacia nada. Todo sucedía a velocidad de vértigo. Tal y como a ella se le iba la vida él la asía impidiéndole caer. La sangre ya lo llenaba todo. Sus ojos seguían mirando incrédulos sin comprender. Él, con el mismo acero en su mirada que en su arma, vio como desde el cuello saltaban rojos hilos de vida, primero a lapsos rápidos y al final más lentamente. Estaba extasiado, absorto, cansado.
La deslizó sobre la acera casi con ternura, todo había acabado. En ese momento se sintió liberado pues ahora ya sería suya para siempre. Guardó el arma y se marchó lentamente, andando entre las estatuas humanas que le franqueaban el paso.
Las sirenas aún tardarían en escucharse.
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