Pongamos que me llamo Crispín. Me bautizo con este falso nombre porque la historia que os voy a contar es veraz y en ella está implicada, no solo mi imagen, sino la de una mujer, que va de Señora, bastante conocida en cierto círculo empresarial de este país, de esos que viven al límite de la legalidad, sobrepasándola a veces.
Para comenzar permitidme que me defina un poco: soy un alto ejecutivo de una entidad financiera de renombre. Físicamente soy una persona anodina y poco atractiva para las mujeres, dicen también de mí que tengo pinta de pederasta por mi rostro aniñado y mi cuerpo adiposo y blando, de todos modos tampoco os reconocería que eso fuera verdad caso de ser cierto. No obstante, el hecho de tener una economía relajada me ha permitido siempre disponer de las mujeres para satisfacer casi todas mis necesidades. Como podéis ver, no solo comparto trabajo con la monarquía, sino que soy un gran putero.
La mujer implicada en el juego se llama, por ponerle un nombre, Destin. Describirla es complejo, aunque no penséis que me refiero a su perfil psicológico ni nada parecido pues mentalmente toda ella es simplicidad, se resume a que “por dinero haría lo que fuera” (sic), así que si puede conseguir algo se abre de piernas con la misma facilidad y rapidez que un fotón alcanza la velocidad de la luz. La complejidad a la que me refería estriba en su aspecto del que intentaré haceros un pequeño esbozo. Su apariencia, desde su cara al resto de su cuerpo, se debate entre el cubismo analítico y el sintético sin llegar al abstracto. De cintura para arriba y hasta llegar al cuello puedo definirla como una hembra normal (sus tetas, por poner un ejemplo, son aprovechables), aunque la proporción del torso en relación al resto no es Áurea sino corta. Entre el tronco y lo que acepto en llamar piernas existe un paréntesis más que unas caderas. Su tamaño es tal que más que un contenedor de vísceras dijérase que contiene a Júpiter por su desproporción. Todo ello se sostiene por una especie de columnas zambas que pugnan por mantener aquella inmensidad contrahecha sobre ellas. Y sí, si pensáis si me la follo, la respuesta es afirmativa, no tengo el morro fino a la hora de poner el nardo en caliente.
Una vez presentados os relato la anécdota. La cosa tiene que ver con una fantasía que siempre me había rondado por la entrepierna, y el hecho de montarme con ella transacciones sexuales hizo que ganara cierta confianza y que se la relatara para ver cual era su límite. La cuestión es que le conté que siempre me había puesto a cien el hecho de masturbarme mirando por un agujero mientras una tía se lo montaba con otro. Qué queréis, cada uno tiene sus fantasías y a mí, el hecho de pelármela mientras miro es algo que me atrae pero que hasta entonces no había podido llevar a cabo por la falta de voluntariedad de ellas o de mi falta de confianza por transmitirla.
Pues bien, como la tía es de las que va de Señora pero por la entrepierna se pasa a la cúpula del Soviet supremo si con ello consigue algo, por no deciros que tiene más vicio que Sade en un convento de las Esclavas de Cristo, me aceptó el reto así que lo escuchó. Es lo que tienen las Señoras: mucha moral exigible a terceros pero un potorro por el que transita lo que haya menester.
Ya hablado el tema y pensando que las cosas no deben dejarse enfriar, a la semana estaba todo planificado. Por su parte, se había buscado una cola que quisiera y pudiera entrar en ella y yo tenía los huevos repletos de amor fraterno hacia mí mismo. A ello nos pusimos. Se organizó todo en mi casa, ya que en la suya su hijo hubiera podido poner el grito en el cielo por lo atípico del encuentro. La tarde anterior me armé de un taladro con broca pasamuros de vidia diámetro 8 e hice el agujero. Tuve la precaución de hacerlo en sentido habitación del evento hacia cuartito de la paja, y lo hice de ese modo porque el asesor de Leroy Merlín así me lo aconsejó, la cual cosa le agradeceré toda la vida ya que, por el lado de la gallarda, el destrozo que quedó fue importante. Aquella misma noche quedé con ella y le entregué un juego de llaves y la hora a la que debía acudir con su pobre víctima. No hizo falta darle más explicaciones dado que se conocía mi habitación como un párroco a su sobrina. Después marchamos cada cual a su nido.
El día de la fantasía llegó por fin. A las siete de la tarde me encerré en mi habitáculo al cual le había añadido como mobiliario una butaquita cómoda sin brazos, para poder espatarrarme al gusto, una mesita baja conteniendo botella de Jack Daniels, cubo con hielo, un vaso largo, botellita de lubricante Durex “potenciador del placer”, paquete de toallitas húmedas y un paquete de tisúes. Por vestimenta me puse una camiseta vieja, unos gayumbos boxer de algodón y calcetines blancos. Mientras estaba en mi primer copazo sobándome la entrepierna pude escuchar como se habría la puerta, después se cerraba y entre todo ello un murmullo de voces; la de ella, inconfundible y la del pobre diablo que tenía un marcado acento argentino. – Mira – pensé – se ha buscado un amante del tango para que se la chusque.
No tuve que esperar demasiado tiempo que ya pude escuchar las risitas tontas de Destin tras la pared. Acomodé uno de mis ojos de modo tal que parte de la arenilla que había quedado tras mi chapuza con el taladro se me metió en el ojo. Como comprenderéis me cagué en todos los santos del cielo y pensé que mi fantasía podía ser muy chula sobre el papel, pero con la tecnología que tenemos hoy en día me podía haber agenciado una puta cámara y encima colgar el “kiki” en Internet y sacar algo de guita. Mientras intentaba recuperar la visión restregándome el ojo con una toallita, ellos ya iban a lo suyo. Me llegaban palabras y sonidos sueltos que no atinaba a traducir hasta que conseguí, no sin limpiar antes el agujero con otra toallita, acomodar mi ojo por segunda vez. Lo que vi eran palabras mayores: el colega calzando algo digno del Nacho de Mataró y ella, con tanga negro de hilo dental, entre las piernas del bonaerense calibrando la posibilidad de salir por piernas o asumir aquel aparato. Pero el tanguista no le dio demasiado tiempo a pensar. Si su timbre de voz tenía todo lo dulce y empalagoso del acento argentino, sus modales distaban un mundo. La agarró del cabello a dos manos y le hizo un zoom de su cipote; tanto, que apenas sin darse cuenta más de medio rabo había desaparecido en su boca. He de reconoceros que esa escena me produjo una cierta gracia: ella con las manos sobre el colchón tratando de quitarse parte del entrecot y el otro, empujándola hacia abajo intentando que se lo comiera entero. Venció la fuerza, a que engañarnos, pero Destin se comportó como una dama superando las arcadas hasta terminarse la merienda.
Ese tierno momento generó en el argentino el mismo resultado que un par de viagras, y si en el aperitivo lo suyo ya pintaba tremendo, lo que tenía preparado como primer plato era digno de Pantagruel. Con toda la ternura de la que era capaz, el energúmeno la puso mirando hacia algún punto entre la Meca y el Vaticano y con un dulce “tomá che, toda para vos” se acopló como tornillo a tuerca. Vete a saber si por la necesidad de incrementar el espacio interior, el hecho fue que Destin soltó todo el aire de los pulmones regalando una especie de gruñido que el otro y yo mismo entendimos como “no me va mal de talla”. De esa guisa, el colega empezó con el método émbolo mientras yo, por mi parte, le daba brillo a la cola mediante una sobrecarga de Durex y el hábil frote con mi mano diestra. Mirándomela de reojo parecía más la lámpara de Aladino que un cimbrel. Yendo así la cosa y apenas sin darme tiempo a coordinar la mano libre estampé una especie de Jackson Pollock en plena pared y me quedé relajado como un niño.
No podía decirse lo mismo del tanguista, él seguía entregado a lo suyo, pero ante la visión ofrecida por Destin, a la que aquello parecía encantarle más que un monaguillo a un capellán pederasta, se sintió en la necesidad de emprender prospecciones por otra vía. Por lo que yo podía imaginar, a ella no parecía disgustarle la idea: con la cabeza enterrada entre la colcha, la mano derecha agarrándose en lo posible a la nalga más cercana y la izquierda metida entre sus piernas acariciándose lo que aquel animal tenía por olvidado se dejó hacer, tanto, que cuando el otro la perforó con la misma suavidad que en las veces anteriores le vi abrir unos ojos que recordaban a la niña del exorcista en alguna escena cumbre de la película. No puedo explicar el grito que soltó, solo deciros que mi primera imagen fue la de verme señalado en la siguiente reunión de vecinos. Como podréis imaginaros, a estas alturas y a pesar de que ya tengo una edad, el rabo se me puso de nuevo como asta de bandera y retomé la faena para intentar terminar el cuadro empezado minutos antes.
De nuevo estábamos todos a lo nuestro. Lo único que recalcaría, es que a estas alturas ya no tenía demasiado claro si los gritos que soltaba ella eran de placer o de algo más alejado de este. También debo reconoceros que ni a mí ni al argentino nos importaba demasiado, nosotros íbamos a lo nuestro y no era momento de andarse con sensiblerías.
No me extenderé más en detalles de cómo le golpeaba el inmenso culo a manos abiertas, simplemente deciros que desde mi mirilla se le iba poniendo más y más moreno. Al final, mientras yo terminaba la obra de arte el otro se salió de repente, le cogió el cabello, le enfrento la cara a la pija y le estampó un bukake que ni el mejor porno japo.
Terminada su faena, el amigo se levantó, le dio una última y sonora palmada en todo el potorro, se limpió los restos en los pantalones de ella, se vistió, echo una mirada a su alrededor y el hijo de puta me pispó un reloj que tenía en la mesita de noche marchándose a pillar a otra incauta en lo que le quedara de noche.
Yo estaba tirado en mi silloncito, relajado y feliz por el resultado de la fiesta. No sé cuanto rato pasaría hasta que ella abrió la puerta con bastante mala cara y unos andares dignos de la peor de las almorranas. Por mi parte le agradecí el haber satisfecho mi fantasía y ella me respondió que como todas las cosas que hacia, también esa tendría un precio y éste no sería barato, ya que no se había dejado destrozar todas las oquedades del cuerpo por nada. Por un instante sentí miedo, lo reconozco, pero también la conozco a ella y siempre me ha salido más barata de lo que se piensa.
Desde ese día la amé aún más, aunque respetándola menos.
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