martes, septiembre 21, 2010

Cap. 2 - El casto sacerdote (Borrador)

Al otro lado, el más alejado, Manuel se hallaba absorto en mirar y admirar a cada uno de aquellos cuerpos juveniles que entraban y salían y que ahora, gracias a las palabras del padre, veía con otros ojos. Sentía como su pene reclamaba con más vigor liberarse del sometimiento de la tela y del pecado de pensamiento. Mientras él imaginaba como sería el cuerpo de cada una de las virginales novicias y monjas su verga palpitaba contra su barriga reclamando lo que empezaba a entender como derecho. Al levantarse la novicia recién confesada pudo ver como una mano de padre Serafín asomaba por entre las cortinillas y le hacía una seña, moviéndola en un gesto que significaba claramente que el camino estaba preparado. Entendiéndolo así, el mozo decidió que el momento había llegado y levantándose sigilosamente, se acercó hasta el banco donde se encontraba rezando devotamente la novicia a la espera de su recuperación interior, sentándose tras ella.
Teniéndola ante sí de espaldas, arrodillada de cara al altar, empezó a remangarle suavemente el habito descubriendo unos hermosos y tersos muslos que se prolongaban en lo que se adivinaba un hermoso culo tras la tela que lo escondía. Viéndola así no pudo evitar pensar en lo hermosa que era la obra de Dios, y si eso que tenía ante él ya era hermoso no podía ni siquiera imaginar que paraíso debía existir tras lo escondido.
Decidiose por fin a acercar una de sus manos para acariciar suavemente aquella carne que se ofrecía ante él y le pareció estar tocando lo que tenía la suavidad del talco pero la calidez del hogar. Sus dedos recorrían aquella senda ignota y se aventuraban poco a poco a adentrarse más sin prever aún qué encontrarían. Por su parte, la novicia, cuando notó aquellos dedos que pugnaban por introducirse entre sus muslos sintió necesidad de entreabrirlos y ofrecerse al sacrificio que ahora se le antojaba grato. Tal y como los dedos exploradores sintieron que se les facilitaba el camino retomaron sus ansias exploratorias ascendiendo lentamente hasta desaparecer bajo el último escollo de ropa. Apenas se hicieron invisibles, Manuel sintió algo nuevo, algo aún mejor que lo hallado hasta entonces. Una sedosidad de pelo empezó a cosquillearle los dedos mientras una humedad cálida los envolvía suavizándolos. Al sentirlos en la misma entrada de su virginal intimidad la novicia dejo escapar un leve suspiro, mientras escondía la cabeza entre las manos repitiéndose para sí una enésima ave maría.

El joven monaguillo sentía como la excitación de su entrepierna crecía aún más. Llevado por la pasividad de la novicia decidió subirle el hábito hasta volcárselo totalmente por encima de la cabeza, tapándosela, pero dejando al descubierto dos pequeñas protuberancias que aquél había mantenido en el anonimato hasta entonces y que ahora, como un milagro más, se ofrecían al sacrificio. Decidió retirar la mano que apenas había descubierto las maravillas del otro sexo y entregar a ambas a cubrir las redondeces recién descubiertas. ¡Dios! Se dijo, cómo podía existir tal maravilla y haberse mantenido escondida a sus curiosos ojos. Por qué el Señor permitía que algo tan maravilloso se mantuviera alejado de las miradas. Mientras divagaba en esos pensamientos ambos pechos habían pasado a formar un todo con sus manos que los cubrían en su totalidad, en las palmas sentía la dureza de los pezones y apretándolos suavemente se hacía una imagen mental de sus dureza y textura. Llevado por la pasión se fue acercando a ella hasta abrazarla poniendo en contacto su verga con el comienzo de la redondez del culo expectante de la joven.
Con aquellas sensaciones la novicia entremezclaba oraciones con suspiros. Un calor agradable e inquietante le nacía en el sexo y se prolongaba hasta su escondido rostro. ¡Virgen santa! Se decía para sí. ¡Virgen santa! Exclamó en voz alta al sentir aquella extrema dureza al final de su espalda. Pero lejos de asustarse y sabedora de lo que el confesor le había impuesto, arqueó la espalda para acercar más aquella fiereza desconocida hacia el origen de su sofoco.
Desde la intimidad del confesionario, el padre Serafín, verga en mano, se extasiaba en la perfección de las redondeces de aquella chiquilla, la primera mujer a la que podía ver las carnes de manera real. Casi babeante, mientras su brazo se movía suavemente arriba y abajo estrujando al amigo, no veía el momento de que el muchacho se decidiera a despojarla del último escollo que quedaba para descubrirla en su totalidad. Mientras su imaginación se desbordaba imaginando qué secreto, negado por Dios, aparecería en cualquier momento, su brazo aceleraba más y más su movimiento provocando que su falo retomara el esplendor de antaño. “Desnúdala ya Manuel que no puedo más” se dijo en voz baja.
Como si le hubiera escuchado, el monaguillo se separó del abrazo y deslizó suavemente las manos hacia abajo. A la altura del ombligo encontró un lazo que deshizo con la rapidez de la urgencia, permitiendo que por fin cayera el calzón protector hasta cubrir las rodillas de la virgen. ¡Santos del cielo! ¡Mártires de la cristiandad! Que gloria escondida aparecía de repente.
Serafín degustó por primera vez la visión de aquel triángulo perfecto color caoba. Manuel, por su parte, palpó la carnosidad blanda bajo el ensortijado y suave pelo que lo cubría. La novicia abría los muslos hasta el límite de lo que permitía el calzón que bloqueaba sus rodillas y arqueaba la espalda para sentir con más fuerza el cetro que había de liberarla.
El monaguillo no podía aguantar más, mientras la mano izquierda exploraba el surco que había aparecido entre las piernas, cada vez más húmedo y caliente, la mano derecha desabrochó el lazo de su pantalón que cayó, igual que lo había hecho el calzón, dejando en libertad al cetro palpitante, se sacó como pudo la ropa sobrante, levantó a la muchacha agarrándola del vientre para sacarle el calzón que aprisionaba las piernas, la atrajo hacía él abrazándole los dos pechos pudiendo despojarla así del molesto habito y de ese modo quedaron ambos abrazados: Ella, de cara al altar, con los ojos entrecerrados y las manos asidas firmemente al pasamanos del reclinatorio. Él, abrazándola por la espalda y restregando su hombría entre sus nalgas. Cada cual empujando al otro con una ferocidad desconocida y deseada. Serafín, desde el confesionario, y presenciando por vez primera la hermosa desnudez de una mujer se dejó ir en una explosión de placer que saltando entre la cortinilla, fue a terminar a la altura del banco que había en frente.
Si el párroco había resuelto momentáneamente sus furores no así nuestros protagonistas. La novicia, con la experiencia que da la naturaleza, había modificado su posición para simplificar los esfuerzos de Manuel. Se hallaba ahora con la cabeza y los brazos apoyados en el reclinatorio, la espalda recta, paralela al suelo y las piernas abiertas en lo que permitía su posición ofreciendo el preciado tesoro de su sexo.
El mozo, lejos de lanzarse sobre su presa para cubrirla con premura, decidió arrodillarse tras ella como en una oración para degustar la delicia que hasta ese momento le había sido vetada. Tomando cada una de las blancas nalgas con sus manos las separó para que el fruto prohibido se abriera ante sus ojos pudiendo admirar su color rosado y brillante, sus breves alas más oscuras y sentir por primera vez el olor delicioso que podía emanar de una hembra. Aún aturdido, teniendo ante sí aquella orquídea ofrecida como acto de fe, se comportó como hubiera hecho un insecto y se lanzó a libarla, a absorber el cada vez más cuantioso néctar descubriendo también, desde los ojos ciegos de su lengua, cada recoveco, cada rugosidad que el afán exploratorio le ofrecía.
Después su boca remontó hacia arriba, hacia el cielo terrenal que hallaría en el cuello de la novicia. Exploró las lomas de sus nalgas y visitó el valle entre ellas. Siguió hacia arriba por la espalda degustando en sus labios la lisura de la piel. Llegó por fin a los hombros, a la nuca, al cuello, al otro olor de su corto cabello. Mientras, sus manos divagaban entre los redondos pechos, la levedad del vientre, el centro universal del ombligo hasta retomar la carnosidad del pubis y la perla incitante del clítoris.
Por fin la penetró, pero no con la urgencia que le dictaba el deseo feroz, no, lo hizo suavemente, con lentitud, como si aquella hermosura pudiera resquebrajarse por la fiereza. La novicia dejó ir un suspiro largo y gutural. Sentía que el demonio iba siendo vencido por las buenas artes del santo varón y su espada celestial. Poco a poco iba acompasando los movimientos de su cuerpo a las suaves embestidas que aquél le prodigaba sumado a aquellas manos, intuitivas, pertinaces, curiosas. Qué exquisitez, Dios mío, sentir así. Gracias Señor. Gracias.
El pobre Serafín, desde la soledad de su confesionario, había retomado sus ejercicios masturbatorios y se preparaba una vez más a explotar en otro éxtasis onanista. Al fin, como si de un plan universal se tratara, todos explotaron a la vez, casi en silencio, como si cada cual sintiera que el lugar no permitía mayores muestras de alborozo. Quedaron en silencio. El párroco se limpió con la sotana y escondió bajo ella lo que quedaba de su saciado pene. La novicia, perdida su virginidad y vencido el diablo se recompuso como pudo el hábito, se giró hacia el muchacho regalándole una mirada de absoluto agradecimiento a él y otra de curiosidad a lo que quedaba del cetro colgando inanimado entre las piernas y salió. El monaguillo, por su parte, se la devolvió del mismo modo, exhausto y feliz. Después, se vistió sin prisa.
Pasados unos minutos la siguiente novicia fue llamada a confesión y así las restantes hasta terminar la jornada. Cercano ya el mediodía, partieron.

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