lunes, junio 28, 2010

El día de la boda

Oigan, que quieren que les diga, en mis 55 años jamás había vivido unas muestras de amor tan grandes como las que se ven en los últimos tiempos cuando las parejas se casan.
Cuando yo era joven, la mayoría de gente que decidía unirse en el santo vínculo de compartir sus alegrías y miserias, hacía, como mucho, una bodita de estar por casa. Primero uno se iba con los colegas más allegados a cenar a un bar de la Barceloneta, tomarse un par de cubatas en una discoteca, admirar a aquellas que teóricamente se perdería para los restos y marchaba para casa a cuidar la resaca.
La boda era sencilla, caso de haberla, y a lo más, se llevaba a los amigos a tomar unos berberechos y unas cervezas y después una comida en común con las familias. Ya está, se acabó todo; Como mucho, un viajecito de una semana a un lugar asequible y a disfrutar del sexo que hasta ese momento había formado parte de lo oscuro y lo escondido.
Ahora no, ahora las muestras de amor son tan inmensas que en muchos casos terminan consumiéndose antes del mismo día de la boda. La logística bódica se ha convertido en una trabajo de tal magnitud que ya existen empresas que lo hacen por uno, de ese modo se consume algo menos de cariño hasta la celebración del acto. Yo he conocido parejas que han dilapidado una ingente cantidad de energía amorosa hasta la llegada del feliz día.
El banquete. Ni platón se complicó tanto la vida. Meses antes, y eso lo sé porque me ha tocado escuchar las historias de diversas víctimas muy a mi pesar, ya empiezan a mirar precios y a hacer una cata tras otra durante incontables fines de semana.
La iglesia. Nada de buscar a Dios en cualquier lugar. Por muy omnipresente que este sea, existe una necesidad visceral de encontrar el máximo de él en uno de los apartamentos en los que reside. Si es civil se persigue que la boda la haga el más alto capitoste del lugar que se escoja.
Los invitados. Antes de ponerse a ello, ninguno de los dos es consciente de que la Tierra pueda albergar a tamaña cantidad de familiares, amigos, conocidos, vecinos, otros que ya les invitaron y a los que hay de devolverles la misma moneda.
El viaje de bodas. Ya no existe paraíso lo suficiente lejano que pueda cubrir las expectativas. Con la Luna por colonizar deben conformarse con un paseo por el Perito Moreno, una travesía por la Antártida o algún macro hotel en alguna antigua colonia con todo incluido donde aburrirse soberanamente.
No entraré en la lista de bodas o la cuenta donde ingresar el precio del cubierto, ni en la complicadísima logística de ubicación de los cientos de invitados – para eso es necesario contratar a un experto matemático – Tampoco plantearé la complejidad de la ropa: Vestidos exclusivos para lucir solo una vez, algo prestado, algo viejo, algo de color verde, un collarín cervical… cualquier cosa que la moda propugne y promueva. Ni detallaré las sesiones de fotos – millares de ellas – el video, en 2D en 3D, con efectos especiales dignos de admiración y que solo los amigos y familiares más desgraciados verán alguna vez cuando la sensación de cariño aún persiste.
Al final de todo agotamiento, hastío, vacío. Llegar al tálamo marital y echarse a dormir a ver si al día siguiente aquel o aquella que esta a nuestro lado se ha convertido en alguien distinto. Pretender al fin que el día más maravilloso de la vida de una pareja pueda relegarse al olvido donde habitan los peores sueños. 

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