Día laborable. ¿Hora? Alrededor de las ocho de la mañana. ¿Lugar? Un vagón cualquiera de cualquier transporte público.
Alguien parecido a uno mismo acaba de subir en él para iniciar el trayecto a su absurdo lugar de trabajo. Tiene sueño y desearía estar haciendo cualquier otra cosa que no fuera aquello a lo que se ve obligado. Saca un libro, puede ser cualquier best seller de moda (esto no es importante), lo abre por la última página leída y comienza la fiesta.
Una especie de sonido taladrante, no muy fuerte, se abre paso hacia su oído y penetra en él “chunda, chunda, chunda…”. Levanta la mirada y descubre, a unos cien metros de donde se encuentra, a un jovenzuelo con cara de haber visto un elefante azul que lucha denodadamente por alcanzar la sordera antes de la treintena. Nuestro protagonista intenta inhibirse del taladro. No lo consigue. Y no solo eso, otra serie de individuos, tal vez para acorralarle o porque han establecido un concurso de decibelios, inician el mismo ritual. Nuestro protagonista está perdido.
Por suerte aparece un sonido que mitiga, que no elimina, el de aquellas máquinas infernales. Sí, son un reducido grupo de “marujas” repintadas y repretadas que transmiten por frecuencia modulada los avatares del día anterior. Es por esa causa por la que nuestro protagonista, acompañado por el sonido envolvente de indeterminados e innumerables dispositivos reproductores de sonido, sabe un poco más de la vida de aquellas mujeres. Pero no crean que eso le sucede por alguna extraña curiosidad insana ni por el deseo de inmiscuirse en conversaciones ajenas, que va. Eso le ocurre porque aquellas criaturas pregonan hacia todos los rincones del vagón y a voz en grito sus cuitas con la vida: lo mal que se me porta el Jonathan que ni busca trabajo ni hace nada que no sea salir de fiesta y llegar a las tantas; que la pobre Belén Esteban y que ellas también matarían por sus hijos… “Como si no fuera mejor que algún ser celestial las matara a ellas” piensa nuestro protagonista incapaz, a estas alturas, de haber pasado de la frase que dice «Malin le echó una mirada furtiva. Había empezado a trabajar en Millenium hacía ya dieciocho meses…» “Aquí querría ver yo a la Salander” concluye mentalmente.
Cuatro estaciones ya y solo ha llegado a enterarse del año y medio que Malin lleva trabajado en la revista de la novela que jamás terminará. Por suerte algo debilita al batiburrillo “marujil”. Viene exactamente de su espalda y comienza con una estridente melodía seguida por un “hola, Jenni” salida de una garganta adolescente, metida en un cuerpo que se acerca peligrosamente a la treintena, y con una voz entre apijada y estúpida. A partir de ese momento él y todos los individuos metidos en un hipotético circulo cuyo centro es la voz, pueden enterarse de los éxitos de la una, de la otra o de ambas dentro de su grupo tribal; y todo ello aderezado con veneno, en forma de palabras, dirigido a aquellas que no están. Definitivamente cierra el libro y lo guarda en su bolsa. Entregado.
Llega por fin al final de su trayecto y sale. Mientras aquel cubo repartidor de ganado humano se marcha cae en la cuenta de que una parte de si mismo ha marchado con él siendo ocupada por las vidas y los actos de otros. Se entristece.
Andando por la calle, y antes de entrar en su infierno diario, añora aquellos transportes de antaño en los que los viajeros adormecidos se dejaban repartir en silencio pero que cuando salían ninguno había perdido nada de si mismo.
2 comentarios:
Quién no ha vivido alguna vez una situación similar y ha acabado cerrando el libro? Yo, miles de veces...
Hola, Montse,
de ahí que la entrada esté etiquetada en un grupo que yo llamo "pequeñas putadas" y que algún día, si no me muero o me matan, agruparé en un libro.
Gracias por tu cometario.
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