lunes, julio 11, 2011

Los suicidas

Un hombre se halla al filo de un acantilado. Ha ido allí a terminar con su vida. El escenario es perfecto: el viento de marzo le azota entero moviéndole como un tronco blando, el mar saca espuma por la boca esperando su alimento y las aves vuelan ajenas a la tragedia. El Universo continúa su pertinaz mecánica solo detenida en aquel breve espacio ocupado por él. Nada sucede.
De repente una enérgica voz destruye la escena dramática.
–¿Va a tardar mucho en saltar? –dice.
El hombre, pillado por sorpresa, trastabilla y a punto está de caer al vacío. Recuperado del susto da un paso atrás que le asegure y se gira. Ante él, una mujer joven le mira con cara de enfado y urgencia.
–¿Por qué me lo pregunta? –inquiere sorprendido.
–Porque siempre me sucede lo mismo. Cada vez que tomo una decisión algún imbecil se me adelanta. Me pasa así con todo. Y encima esta es como para no pensársela demasiado, como comprenderá.
–Pues qué quiere que le diga. Yo no tengo porqué saber nada de sus intenciones, ni creo que deba insultarme por ello.
–De acuerdo. Acepte mis disculpas y proceda –responde con calma pero voz enérgica.
Es un momento extraño, a qué dudarlo. Tanto, como la pregunta que puede hacerse el lector: ¿Qué desgracia les llevó a esa situación? ¿Qué situación derivó en esa desgracia? Dejemos que interroguen ellos.
–¿Qué le trajo hasta aquí? –pregunta ella en un ilógico intento de romper el hielo.
–Que la vida es una mierda y no merece ser vivida –responde él con romántica teatralidad.
Ella se lo mira como quien mira una obra de arte conceptual diciendo
–¡Joder, un generalista! O sea que viene a matarse y encima no tiene una causa... Yo que sé: un desamor, que es socorrido; un asesinato, que conlleva carga moral; una enfermedad incurable, que tiene intención de adelanto. ¡Que va! Simplemente viene porque la vida no le trata con la dignidad merecida. Usted, y permítame el atrevimiento, es un ególatra.
Él, a estas alturas, muestra un cierto enfado y la sensación de estar en un ridículo programa de cámara oculta.
–Esto empieza a ser insultante –dice– ¿Cómo se atreve a prejuzgar alguien que, imagino, viene a cometer el mismo acto que yo? ¿Qué fuerza moral le permite definirme?
–La de conocer a muchos individuos como usted: descontentos y egoístas. Gente que piensa que son el ombligo del mundo y que por ello nunca han luchado por nada ni por nadie ya que simplemente esperan a que otros les resuelvan el problema.
–¿Eso cree?
–Por supuesto. Usted es de los que siempre esperó apoltronado a que alguien le sacara las castañas del fuego. Usted, y perdone el símil marino, nunca dejó la playa por miedo a naufragar. Es de los que se queja de todo pero jamás ha arriesgado nada.
–¡Oh! Cuanto verbo tiene la descendiente de Freud… Sepa que usted habla sin saber. Mis razones son mías y son tan válidas como puedan ser las suyas. Si tanta prisa tiene pase usted delante.
Se aparta cortésmente, moviendo el brazo como haría un torero, ya que es educado y sabe que un suicidio no tiene porqué afectar a las formas. Ella se lo agradece y toma su lugar mientras él retrocede un paso. El escenario sigue igual, solo cambia el protagonista.
Pasa el tiempo.
–¿No tenía tanta urgencia? ¿Por qué no salta? Como cambia todo cuando se es protagonista ¿Verdad?
Ella sigue impertérrita pero le responde
–Nunca hablé de urgencia por tirarme. Me urgía que se tirara usted para acceder a mi sitio. Ahora, por favor, no me desconcentre.
Mientras el mar ruge reclamando su presa él se siente crecido y continúa
–Mis disculpas, pero eso no me sirve. Usted me interrumpió y yo tengo el mismo derecho. Así que sigo ¿Qué la trajo hasta aquí? Lo pregunto por seguir la misma línea de interrogatorio.
Ella toma aire y con toda la calma le relata los avatares que han provocado esa sinrazón. Le cuenta de una infancia infeliz llena de maltrato; del desamor, no de uno, sino de varios hombres y de la pérdida de un hijo como desencadenante final de su desesperación. Él escucha sin decir palabra. ¿Qué podría decir tras una confesión como aquella?
Sin romper el silencio ella se gira, saluda al hombre con la mano, dibuja un adiós con los labios, le regala una sonrisa y salta. El mar la engulle en un instante y los pájaros callan al unísono. Todo queda en un silencio audible.
El hombre, que momentos antes había intentado lanzar una mano tardía a la nada, recupera el paso que cedió y mira abajo. Nada. Solo el mar harto y satisfecho. De repente y por comparación, se da cuenta de cuán banales son sus excusas. Al instante entiende que ella tuvo mucha razón en criticar su total estupidez. Sus pensamientos van y vienen por los recuerdos de su vida. Sus piernas, por el contrario, le apartan de aquel lugar para devolverlo a casa, a empezar de nuevo, a una vida que probablemente merezca ser vivida más de lo que él pensaba.
Al mismo tiempo que él ha ido tomando esa decisión ella ha vuelto al CAP (la Central de Ángeles Protectores) y su superior le ha preguntado por el trabajo de la mañana.
–Han sido tres: el primero sencillo: convencido sin esfuerzo; el segundo terminó en óbito y el tercero ya vio, era duro. Tuve que contarle una historia deprimente y tirarme después para que él se replanteara su decisión. A ver lo que dura.

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