Antes de adentrarnos en ella es bueno hacer un ejercicio de imaginación. Para ello deberemos situar en nuestra mente a la poseedora de dicho encanto, desnuda y de pie, relajada o insinuante, eso no tiene importancia ahora, frente a nosotros. Deberemos entonces centrar nuestra mirada interior en la zona púbica y, sobre todo, en la confluencia de esta con ambos muslos. Si estamos viendo la imagen tal cual se expuso, deberemos apreciar, ya a simple vista, que ante nosotros se encuentra un triángulo invertido. Es ya en ese momento cuando denotamos las sutiles diferencias que se producen entre unos y otros. A saber: el vértice inferior de dicho triángulo puede estar formado por ángulos cercanos al recto hasta ángulos mucho más cerrados, conteniendo incluso, para los amantes de la estética, la perfección del equilátero. Dicho vértice puede asumir desde una intención de arista hasta la de un canto redondeado, la cual cosa nos deberá poner en antecedentes de la futura forma básica que tendrá el coño a admirar. Dicho esto pasemos ahora a extendernos en su observación.
Su morfología es hermosamente estética. Partiendo del cojín del pubis y puesto ante el idólatra estudioso (yo, en este caso que nos trae) podemos observar que se bifurca en dos mitades perfectas, como dos mofletes juntos, sin cara, y a los que, si no dejamos el símil mofletudo, podemos encontrar en las maneras más imaginables: desde el tipo moflete de bebé al moflete curtido y marcado. Estos esconden entre ellos, o no, ya que dependerá de su superficie al ser descubierta, algo que recuerda a unas alas blandas arremolinadas a las que se hubiera despojado de toda estructura.
Cuando el coño se abre, se nos ofrece, todo cambia y se extiende. Es en ese punto cuando unas manos delicadas, unos labios expertos o una lengua curiosa pueden forzarnos a aprender más de la maravilla (aunque como sucede con todo, hay que estar atento). Si procedemos a extender lo que dimos en llamar alas, entenderemos entonces lo comentado antes: las hay pequeñas, simples y delimitadas. Las hay extensas, redondeadas, aflechadas. Las hay gruesas como filete o casi transparentes como papel de arroz. Aglutinan, además, un amplio abanico de coloración que puede ir desde el rosado más suave hasta tonos altamente oscuros. Al final todas son hermosas para el amante que las sabe ver y admirar. Solo él o ella podrán percibir lo que a otros ojos les está vedado. Pobres ignorantes.
Manteniéndolas así, extendidas, y si observamos al frente veremos el pasado y el futuro, una puerta dentada e invitadora que nos llama para que nos sumerjamos en ella. Una leve sima que, en manos de dueña experta, es capaz casi de hablarnos mientras se abre y se cierra, un ojo ciego que nos regalara un guiño.
Arriba, en la confluencia de lo ya detallado, protegido por el pubis y escondido de las miradas obscenas de los adalides de la moral se encuentra la perla que todo lo unifica, el paraíso. Es ahí donde el amante experto sabe ubicarse, entregarse y redimirse. Independientemente de su tamaño (como en todo los hay hasta el hartazgo) no existe placer mayor que sentirlo, aprisionado entre los labios, mientras bajo él pulsa la sangre, latiendo en un aviso de lo que vendrá al final, el éxtasis. Solo el que ha sentido esto puede decir que estuvo cerca del cielo.
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