miércoles, septiembre 15, 2010

Cap. 1 - El casto sacerdote (Borrador)

El padre Serafín, cura párroco de la iglesia del Remei, situada en un pueblecito pirenaico del que me reservaré el nombre, siempre se había tenido por un hombre casto ya que a lo largo de su extensa vida jamás había conocido mujer ni varón. Formaba parte de su condición huir de ese tipo de tentaciones. Lo que él desconocía era que la castidad es extensiva incluso a uno mismo. Por esa razón mantuvo, aún sin saberlo, una férrea dedicación al pecado de Onán pero que él, gran desconocedor de los misterios que entraña la Biblia, no entendía como tal. Es sabido que en un pueblo pequeño al que apenas nadie se acerca, que no sean sus indígenas o las buenas gentes de los pueblos aledaños, es fácil dejarse llevar por la incultura y el desconocimiento eclesiástico que su cargo debiera haber tenido por sabido.
Mientras fue joven, el padre Serafín, nunca tuvo problema alguno con la efectividad de su verga. Mas bien al contrario: ya fuera en el confesionario, mientras las mujeres o las mozas expiaban sus pecados de lujuria o incluso en la soledad de su habitación, rememorando escotes, pantorrillas o insinuantes culos su mano aviesa tomaba firmemente aquella pulsante herramienta dándole placer tantas veces como fuera necesario.
Pero ¡Ay! La edad no perdona, amigos míos y llegó un momento en el que lo que había mirado al cielo con descaro y cabeza reluciente, casi marmórea, comenzó a decaer por la edad o el esfuerzo. Lo que otrora se plantaba firme como mástil de goleta, se presentaba ahora humilde, mirando apenas al horizonte, sin brillo ni esplendor. Si hubo un tiempo que con cuatro sacudidas bastaba para sacarse las ansias de dentro ahora el apéndice se mantenía vulgar e impertérrito a pesar de los esfuerzos de su diestra mano. ¿Qué nos estará pasando amiga mía?, le preguntaba el párroco a su encogido apéndice. ¿Será momento ya de dejar de degustar lo que de bueno me proporcionabas antes? ¿Habrán terminado aquellos maravillosos días? Esos pensamientos y el sobrepeso que acumulaba en el escroto, llevaron al pobre párroco a andar apesadumbrado, y cuando la humilde gente le preguntaba él respondía tristemente – Hay hijos míos, los tiempos cambian y ya nada es como antes.
Quiso la suerte, no obstante, que sucedieran dos cosas que iban a cambiar por completo aquella situación: La primera fue que entró de monaguillo un mozo quinceañero de muy buen ver al que se rifaban las lugareñas y la segunda, la muerte por edad del confesor del convento de las Esclavas de Cristo que se encontraba en una aldea cercana. Esta situación le obligó a partir de entonces a desplazarse dos veces por semana al nombrado convento para confesar a monjas y novicias. Para dicho viaje se hacía acompañar siempre por Manuel, el monaguillo, ya que no gustaba de viajar sólo por aquellos parajes solitarios.

Las confesiones debían pasarse en la pequeña capilla del convento donde se encontraba el confesionario preparado a tal efecto. Había también dos puertas laterales: la de la izquierda, por la que entraban de una en una y la de la derecha, por la que salían terminada la confesión. Debéis saber, amigos, que la clausura impedía que ningún seglar entrara en aquel lugar de clausura, pero también es bueno que conozcáis que la caridad cristiana de las monjas les impedía dejar a aquel pobre e inocente muchacho extramuros, soportando el frío de la mañana en una zona tan inhóspita. Esa fue la razón de que también se le permitiera entrar, para que no pasara frío pudiendo también rezarle a Dios y meditar mientras duraran las confesiones.
Desde el interior del confesionario, el padre Serafín podía ver al monaguillo a través de la cortinilla, por eso no tardó en darse cuenta de que aquél pícaro no dedicaba el tiempo a meditar sino más bien a observar a las novicias. Manuel no perdía ojo a cada una, desde que entraban y se arrodillaban en la confesión, hasta el cumplimiento de sus siempre exiguas penitencias y su partida por la otra puerta lateral. Tampoco dejó de observar, ya desde el primer día, como la gran mayoría de ellas estaban más pendientes de las miradas del monaguillo que del cumplimiento de las penitencias impuestas. Tras el escondite que representaba el confesionario las observaba al marchar y podía notar como sus rostros enrojecían y sus labios esbozaban sonrisas cómplices hacia el buen mozo que, tímidamente, bajaba la cabeza, azorado.
Esta situación comenzó a sobresaltar el ánimo del casto sacerdote que se traslucía en un abultamiento casi olvidado bajo la humilde sotana. A medida que se sucedían las semanas la mente del confesor fue trazando un plan, cuya finalidad era la recuperación de la herramienta olvidada en su entrepierna.
Una mañana, mientras se dirigían al convento, el padre Serafín le espetó al muchacho del modo más natural del mundo:
– Hermosas mozas esas novicias ¿No crees?
- ¿Qué queréis que os diga padre? Yo solo veo monjas. Mujeres que han entregado su alma a Dios y que no forman parte de este mundo material.
- A pesar de ello, no me negarás que su juventud, sus lubricas formas bajo esos hábitos ¿No te gusta imaginártelas sin esas prendas?
- Por Dios, padre, no me diga usted estas cosas que hacen que sienta cosas extrañas por dentro y eso creo que está prohibido por la Santa Madre Iglesia.
- No tengas miedo por sentir lo que sientes. Si Dios te lo otorgó no deberías negarte a seguir lo que por natural te ha sido dado.
- Pero entonces pecaría, padre. Abriría una puerta hacia el infierno que jamás podría cerrar.
- Mal juzgas a Dios, hijo mío. Mal lo juzgas. Has de saber que muchas veces sucumbimos a las tentaciones, no en vano Dios nos hizo imperfectos para incrementar el esfuerzo por alcanzar su gloria. Pero has de saber también que el arrepentimiento posterior limpia cualquier pecado.
El muchacho, extrañado por las palabras del padre, enrojecida su cara por la vergüenza se atrevió a preguntar:
- Pero padre, para arrepentirme bien habré de confesar.
- ¿Y cuál es entonces mi cometido hijo mío? Yo puedo ser también tu confesor y limpiarte semanalmente tus pecados. No traiciones a lo que tu juventud te otorga, no eres sacerdote, como yo y no debes malvivir con esos pecados de pensamiento que sé que te embargan. Es mejor pecar sin reparo y adquirir mi perdón que mantener tu alma embrutecida por esa lujuria que te adivino y no me contabas.
- Perdóneme entonces padre. Perdóneme porque mis pensamientos me han alejado de la virtud – Respondió el muchacho.
Vio entonces el padre la puerta abierta para sus planes y le respondió – claro que te absuelvo hijo mío. Te absuelvo y a partir de hoy mismo te liberaré de tu pesada carga. He aquí lo que haremos: Cuando alguna de las novicias me confiese algún pecado relativo a la lujuria, Dios la perdone, yo la prepararé para ti. Eso lo sabrás porque desde el confesionario te haré una leve señal. A partir de ahí lo único que deberás hacer tú es acercarte a ella por detrás, levantarle el hábito y entregare a los menesteres que el amor requiere. Recuerda, una señal mía y ya dependerá de tu buen hacer que ella sucumba a ti. Yo, por mi parte, me mantendré al margen, que el cielo sabe que por mi promesa no debo caer en estas tentaciones de la carne.
Para Manuel eso fue como si todas las estrella brillaran de repente, tal fue lo que alumbró sus pensamientos que su polla pugnaba ya por salir a buscar el cálido receptáculo que la misma fe que él procesaba iba a serle ofrecida más tarde.
Así fue, amigos míos. Tal y como el padre Serafín había planeado, llegó el momento oportuno en el que una novicia, de no más de diecisiete años, le confesó lo que él tanto esperaba.
- Padre – le dijo – confieso que he tenido pensamientos impuros.
- ¿Y cómo es eso, hija mía, en una muchacha que se ha entregado en cuerpo y alma a Dios? – le respondió el confesor en tono culpabilizador.
- Vera padre, hasta hace un tiempo, entre la soledad de estos muros, ningún mal pensamiento había menoscabado mi fe, pero desde que venís con vuestro joven acompañante me es imposible liberarme de ideas pecaminosas. Ya el primer día que le vi sentí como un fuego por dentro que no sé que será pero que me consume entre sueños extraños que no entiendo.
-  Lo que te sucede hija mía es natural, tanto por tu edad como por ser mujer y créeme, está mucho más lejos de ser un terrible pecado de lo que tú piensas.
- Entonces, padre, ¿Creéis que lo que me sucede es natural, Que mis sueños no son ignominiosos a los ojos de Dios?
- Por desgracia, hija mía, tus sueños no son, ciertamente, del agrado de Dios. Esos pensamientos son los que le ofenden y te despojan a ti de su gracia dejándote a merced del maligno.
- ¡Dios mío! ¿Qué debo hacer, padre confesor, para apartar de mí al maligno? Decidme cómo sacármelo de dentro y yo aceptaré con gusto la penitencia a la que tengáis a bien someterme.
- No temas, hija mía. No temas por tu alma ya que en aquel que es el origen de tu pecado se encuentra también la solución. Has de saber, aunque no debes comentarlo con ninguna otra monja, que ese muchacho, tan apuesto y buen mozo, es también un santo varón. En él reside la solución a todos tus problemas y a él deberé remitirte para que calme esos ardores que te queman por dentro. Has de saber, hija mía, que posee un cetro capaz de fustigar y expulsar a cualquier demonio que posea a una mujer.
- Decidme entonces cual ha de ser la penitencia. Ardo en deseos de expulsar a los demonios de mi interior. 
- Tu penitencia será rezar seis ave maría. Pero esta vez deberás estar muy concentrada en tus oraciones y dejar que el santo varón haga lo que estime menester. Ten por seguro que si no le causas ninguna ofensa y aceptas de buen grado someterte a sus peticiones, aquello que te perturba saldrá de ti liberando tu cuerpo y tu alma y sentirás como la paz vuelve a tu interior. Ego te absolvo a peccatis tuis. In nomine Patris et Filii et Spiritus Sancti. Vete en paz.

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