Fotografía tomada de la galería http://www.flickr.com/photos/maicopupsa/ |
Si alguna cosa buena tiene la derecha nazionalcatólica de este
vergonzoso país llamado España es su honestidad. No quiero decir con ello que
sean honestos en sus comparecencias públicas o en sus campañas electorales, en
ellas mienten más que hablan. La honestidad a la que me refiero es la de sus
ideales, la sustancia última que sustenta su pensamiento e ideología más allá
de las frases o promesas que puedan articular sus gargantas. Esa honestidad
ideológica que es la que terminará por traicionarles, como siempre. Al final,
por muchas mentiras y promesas que hayan regalado a las pobres mentes simples e
ignorantes para aposentarse en la poltrona, sucederá que todos verán sus
orejas, sus ojos y esos dientes tan grandes que tienen. Entonces, si el cuento
tiene algún viso de realidad, aparecerá el cazador.
A continuación podéis leer dos artículos publicados en el Faro de Vigo,
firmados por el honorable y demócrata señor Mariano Rajoy Brey, hoy presidente
del gobierno de España, allá por la lejana década de los 80 del siglo pasado.
En un momento en el que ciertos sectores debían sentirse cómodos y arropados
tras dos años del primer intento de golpe de estado tras la dictadura
franquista.
IGUALDAD HUMANA Y MODELOS DE
SOCIEDAD
Mariano Rajoy Brey (Diputado
de AP. en el Parlamento gallego)
Uno de los tópicos más en boga en el momento actual en que
el modelo socialista ha sido votado mayoritariamente en nuestra patria es el
que predica la igualdad humana. En nombre de la igualdad humana se aprueban
cualesquiera normas y sobre las más diversas materias: incompatibilidades,
fijación de horarios rígidos, impuestos –cada vez mayores y más progresivos-
igualdad de retribuciones…En ellas no se atiende a criterios de eficacia,
responsabilidad, capacidad, conocimientos, méritos, iniciativa o habilidad:
sólo importa la igualdad. La igualdad humana es el salvoconducto que todo lo
permite hacer; es el fin al que se subordinan todos los medios.
Recientemente, Luis Moure Mariño ha publicado un excelente
libro sobre la igualdad humana que paradójicamente lleva por título “La
desigualdad humana”. Y tal vez por ser un libro “desigual” y no sumarse al coro
general, no ha tenido en lo que ahora llaman “medios intelectuales” el eco que
merece. Creo que estamos ante uno de los libros más importantes que se han
escrito en España en los últimos años. Constituye una prueba irrefutable de la
falsedad de la afirmación de que todos los hombres son iguales, de las
doctrinas basadas en la misma y por ende de las normas que son consecuencia de
ellas.
Ya en
épocas remotas –existen en este sentido textos del siglo VI
antes de Jesucristo- se afirmaba como
verdad indiscutible, que la estirpe determina al hombre, tanto en lo físico
como en lo psíquico. Y estos conocimientos que el hombre tenía
intuitivamente –era un hecho objetivo
que los hijos de “buena estirpe”, superaban a los demás- han sido
confirmados más adelante por la ciencia: desde que Mendel formulara sus famosas
“Leyes” nadie pone ya en tela de juicio que el hombre es esencialmente
desigual, no sólo desde el momento del nacimiento sino desde el propio de la
fecundación. Cuando en la fecundación se funde el espermatozoide masculino y el
óvulo femenino, cada uno de ellos aporta al huevo fecundado –punto de arranque
de un nuevo ser humano- sus veinticuatro cromosomas que posteriormente, cuando
se producen las biparticiones celulares, se dividen en forma matemática de
suerte que las células hijas reciben exactamente los mismos cromosomas que
tenía la madre: por cada par de cromosomas contenido en las células del cuerpo,
uno solo pasará a la célula generatriz, el paterno o el materno, de ahí el
mayor o menor parecido del hijo al padre o a la madre. El hombre, después, en
cierta manera nace predestinado para lo que habrá de ser. La desigualdad
natural del hombre viene escrita en el código genético, en donde se halla la
raíz de todas las desigualdades humanas: en él se nos han transmitido todas
nuestras condiciones, desde las físicas: salud, color de los ojos, pelo,
corpulencia…hasta las llamadas psíquicas, como la inteligencia, predisposición
para el arte, el estudio o los negocios. Y buena prueba de esa desigualdad
originaria es que salvo el supuesto excepcional de los gemelos univitelinos,
nunca ha habido dos personas iguales, ni siquiera dos seres que tuviesen la
misma figura o la misma voz.
Esta búsqueda de la desigualdad, tiene múltiples
manifestaciones: en la afirmación de la propia personalidad, en la forma de
vestir, en el ansia de ganar –es
ciertamente revelador en este sentido la referencia que Moure Mariño al afán
del hombre por vencer en una Olimpiada, por batir marcas, récords…-, en la
lucha por el poder, en la disputa por la obtención de premios, honores,
condecoraciones, títulos nobiliarios desprovistos de cualquier contrapartida
económica…Todo ello constituye demostración matemática de que el hombre no se
conforma con su realidad, de que aspira a más, de que busca un mayor bienestar
y además un mejor bien ser, de que, en definitiva, lucha por desigualarse.
Por eso, todos los modelos, desde el comunismo radical
hasta el socialismo atenuado, que predican la igualdad de riquezas –porque como
con tanta razón apunta Moure Mariño, la de inteligencia, carácter o la física
no se pueden “Decretar” y establecen para ello normas como las más arriba
citadas, cuya filosofía última, aunque se les quiera dar otro revestimiento, es
la de la imposición de la igualdad, son radicalmente contrarios a la esencia
misma del hombre, a su ser peculiar, a su afán de superación y progreso y por
ello, aunque se llamen a si mismos “modelos progresistas” constituyen un claro
atentado al progreso, porque contrarían y suprimen el natural instinto del
hombre a desigualarse, que es el que ha enriquecido al mundo y elevado el nivel
de vida de los pueblos, que la imposición de esa igualdad relajaría a cotas
mínimas al privar a los más hábiles, a los más capaces, a los más
emprendedores…de esa iniciativa más provechosa para todos que la igualdad en la
miseria, que es la única que hasta la fecha de hoy han logrado imponer.
FARO DE VIGO, 4 de marzo de 1983
LA ENVIDIA IGUALITARIA
Mariano Rajoy Brey
(Presidente de la Diputación de Pontevedra)
Hace algunos meses “FARO DE VIGO” tuvo la gentiliza
de acceder a la publicación de un artículo en el que comentábamos un libro a
nuestro juicio apasionante. “”La desigualdad humana” de Luís Moure-Mariño. Hoy
pretendemos descubrir otro libro no menos magistral que analiza con profusión
de detalles y argumentos aquella afirmación y el consiguiente problema de la
igualdad-desigualdad humana, pero que añade a este estudio el de otro tema no
menos importante e íntimamente unido al primero, cual es el de la envidia, uno
de los más graves y perniciosos de los pecados capitales. El libro lleva por
título “La envidia igualitaria”. Su autor Gonzalo Fernández de la Mora. De
entre sus pocas más de doscientas páginas, cuya lectura recomendamos a todos
aquellos que quieran ampliar sus conocimientos sobre el hombre, destacaremos
tres aspectos concretos y por encima de todo un mensaje general.
La primera parte de “La envidia igualitaria” tiene como
objetivo básico, ampliamente logrado por cierto, el recopilar los escritos
históricos sobre la envida. En ella se sintetizan los diversos estudios y
opiniones que a lo largo de los tiempos ha provocado el pecado de la envidia.
Desde los griegos hasta los contemporáneos pasando por los latinos, Sagrada Escritura,
la patriótica, los medievales, los renacentistas, barrocos y modernos, todos
los grandes pensadores han denunciado la malignidad de ese sentimiento.
En el segundo apartado del libro, Gonzalo Fernández de la
Mora analiza de manera exhaustiva y profunda el problema de la envida –a la que
define como “malestar que se siente ante una felicidad ajena, deseada,
inalcanzable e inasimilable”-, de su utilización política (vaguedades como “la eliminación de las desigualdades excesivas”,
“supresión de privilegios”, “redistribución”, “que paguen los que tienen más…”
son utilizadas frecuentemente por los demagogos para así conseguir sus
objetivos políticos), las defensas ante la misma (la huida, la simulación y
la cortesía son medios de que tiene que valerse el “envidiado” para evitar el
provocar el sentimiento), y la manera de superarla que es la auto perfección y
la emulación.
Por último, el autor dedica unas brillantes páginas a
demostrar el error en que incurren quienes a veces conscientemente y utilizando
el sentimiento de la envida y otras sin valorar el alcance de sus
aseveraciones, sostienen la opinión de que todos los hombres son iguales y en
consecuencia tratan de suprimir las desigualdades: El hombre es desigual biológicamente, nadie duda hoy que se heredan los
caracteres físicos como la estatura, color de la piel… y también el cociente
intelectual. La igualdad biológica no es pues posible. Pero tampoco lo es la
igualdad social: no es posible la igualdad del poder político (“no hay sociedad
sin jerarquía”), tampoco la de la autoridad (¿sería posible equiparar la
autoridad de todos los miembros de un mismo gremio, por ejemplo, de todos los
pintores o los cirujanos?), o la de la actividad (es difícil imaginar un
ejército en el que todos fueran generales; o una universidad en la que todos
fueran rectores), o la del premio, o la de oportunidades (las circunstancias,
temporales, geográficas y familiares colocan inevitablemente a los individuos
en situaciones más o menos favorables, nadie tiene la misma oportunidad mental,
ni histórica, ni nacional: no es igual nacer en EE.UU. que en U.R.S.); ni
siquiera la económica: “allí donde se ha implantado una cierta igualdad
pecuniaria –mediante la nacionalización de los medios de producción, la
abolición de la herencia, la supresión de las rentas del capital y la
equiparación de casi todos los salarios- se han radicalizado las inevitables
desigualdades de poder, creadores de desigualdades económicas quizá no
monetarias, pero espectaculares. Aunque la cuenta corriente de Stalin no fuera
superior a la del más mísero music, nadie podría afirmar la igualdad económica
de ambos. Para imponer tal igualdad habría que eliminar el poder político, lo
que es imposible”.
Pero si importantes son todas y cada una de estas ideas,
individualmente consideradas, a todas ellas trasciende el mensaje, o la
pretensión final del autor sobre la que entiendo todos los ciudadanos y
particularmente los que asumen mayores responsabilidades en la sociedad,
debemos reflexionar. Demostrada de forma
indiscutible que la naturaleza, que es jerárquica, engendra a todos los hombres
desiguales, no tratemos de explotar la envidia y el resentimiento para asentar
sobre tan negativas pulsiones la dictadura igualitaria. La experiencia ha demostrado de modo
irrefragable que la gestión estatal es menos eficaz que la privada.
¿Qué sentido tienen pues las nacionalizaciones? Principalmente el de desposeer
–vid. RUMASA-, o sea, el de satisfacer la envidia igualitaria. También es un
hecho que la inversión particular es mucho más rentable no subsidiaria. Entonces ¿Por qué se insiste en incrementar
la participación estatal en la economía? En gran medida, para despersonalizar
la propiedad, o sea, para satisfacer la envidia igualitaria. Es evidente
que la mayor parte del gasto público no crea capital social, sino que se
destina al consumo. ¿Por qué, entonces, arrebatar con una fiscalidad creciente
a la inversión privada fracciones cada vez mayores de sus ahorros? También para
que no haya ricos para satisfacer la envidia igualitaria. Lo justo es cada
ciudadano tribute en proporción a sus rentas. Esto supuesto, ¿por qué, mediante
la imposición progresiva, se hace pagar a unos hasta un porcentaje diez veces
superior al de otros por la misma cantidad de ingresos? Para penalizar la superior
capacidad, o sea, para satisfacer la envidia igualitaria. Lo equitativo es que
las remuneraciones sean proporcionales a los rendimientos. En tal caso ¿por qué
se insiste en aproximar los salarios? Para que nadie gane más que otro y, de
este modo, satisfacer la envidia igualitaria. El supremo incentivo para
estimular la productividad son las primas de producción. ¿Por qué, entonces, se
exige que los incrementos salariales sean lineales? Para castigar al más
laborioso y preparado, con lo que se satisface la envidia igualitaria. Y así
sucesivamente. Juan Ramón Jiménez lo denunció en su verso famoso “Lo quería
matar porque era distinto”; y el poeta romántico Young dio en la diana cuando
afirmó “todos nacemos originales y casi todos morimos copias”. Al revés de lo
que propugnaban Rousseau y Marx la gran tarea del humanismo moderno es lograr
que la persona sea libre por ella misma y que el Estado no la obligue a ser un
plagio. Y no es bueno cultivar el odio sino el respeto al mejor, no el
rebajamiento de los superiores, sino la autorrealización propia. La igualdad
implica siempre despotismo y la desigualdad es el fruto de la libertad. La
aprobación por nuestras Cortes Generales de algunas leyes como la última de la
Función Pública constituye un claro ejemplo de igualdad impuesta pues pretende
equiparar a quien por capacidad, trabajo y méritos son claramente desiguales y
sólo va a servir para satisfacer ese gran mal que constituye la envidia
igualitaria. Frente a ella sólo es posible la emulación jerárquica: hagamos
caso de la sentencia de Saint-Exupery “Si difiero de ti, en lugar de lesionarte
te aumento”.
FARO DE VIGO, 24 de julio de 1984
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