En las postrimerías de la década de los 70 leí una trilogía llamada “Saga de la Fundación” del inestimable Isaac Asimov.
Para los que no hayáis tenido el gusto de leerla, la trama se pude resumir de este modo: En un futuro lejano un científico llamado Hari Seldon desarrolla una ciencia a la que llama Psicohistoria. Dicha ciencia combina: Historia, Psicología y estadística matemática. Mediante ella puede predecir el comportamiento futuro de la Humanidad y, por lógica, las diferentes crisis que se producirán y el modo de minimizar sus efectos.
¿Por qué os he contado todo esto? Porque ahora resulta que Hari Seldon no iba tan errado como podíamos pensar en los primeros 80.
Quién me iba a decir hace treinta años, que aquella trilogía iba a dejar de ser ciencia ficción para ir convirtiéndose en realidad. Que tanto pensar en el ser humano como individuo, con sus capacidades y limitaciones, iba a resultar que somos totalmente predecibles y nos movemos en manada, cuando no en jauría.
Está clara cual va a ser la utilidad de ese modelo matemático: que terminemos todos funcionando como un reloj, con un único pensamiento, con una única intención y con una sola finalidad. El sistema nos llevará de manera inexorable a aquel triste mundo de la novela 1984 que predijo Orwell y todos los problemas se terminaran por fin.
Pero permitidme que rompa una lanza a favor del Humanismo. Parece ser, por suerte, que ese modelo matemático no funciona a nivel individual. Eso quiere decir que a pesar de que la masa se mueva como un banco de peces, a algunos elementos díscolos siempre nos quedará la posibilidad de convertirnos en Winston Smith (el protagonista de 1984) y nadar contracorriente. Al menos hasta que el sistema nos meta en la terrorífica habitación 101 y nos someta. Pero hasta que eso suceda, de cada bifurcación, tomemos siempre el camino menos transitado.
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