Que en el mundo occidental vivimos unos tiempos extraños es una certeza. Se nos ha vendido que cada uno de nosotros es un ser único y sustancial y se ha hecho a través de potenciar el consumo.
Todo esto ha llevado a que muchos de nuestros congéneres, de cerebro limitado, se lo hayan creído. Mirando y admirando las maravillosas campañas publicitarias han ido cayendo en la trampa del endiosamiento: un reloj, una colonia, unos alimentos, viajes a paraísos remotos. Toda una serie de ítems que les llevan a creerse que son más que… Mejor que… Superiores al resto de criaturas de su entorno. Y de entre todos ellos el que mejor describe y mejor exhibe el estatus alcanzado es el automóvil.
Y es así que nos encontramos a ese pobre desgraciado, hipotecado durante un número indeterminado de años, a los mandos de una hermosa y potente máquina, necesaria para incrementar esa hombría de la que carece y sintiéndose como un Dios montado en su carro de fuego. Por el contrario estamos los tranquilos y serenos. Los que no tenemos que demostrar nada a nadie porque entendimos hace tiempo que todo es un engaño y que hay mejores cosas en las que destinar la vida que no sea hipotecarla por bienes de consumo.
Ya tenemos a los protagonistas, ahora solo falta el escenario y la acción. Este puede ser una simple autopista y la acción es que el tranquilo y sereno está procediendo al adelantamiento de un vehículo lento mientras tras él marcha, como un Yuri Gagarin cualquiera, el macho alfa metido en su máquina cuya tecnología se define con más de cien siglas.
Y es ahí que tenemos al pobre tipo, conocedor de las normas de circulación y desconocedor de la posición de los radares, que simplemente desea adelantar a un camión de cuarenta toneladas y veinte metros de longitud.
¿Qué sucede entonces? Lo típico. A medida que va superando metros en su avance presiente, nota más bien, como una especie de pene inmaterial a la vez que sólido, inmenso, feroz, pugna por encularle. La bestia avanza tras él acercándose cada vez más. Mira por el retrovisor y ve como parpadean sus ojos a través de los de su máquina, prolongación de esa hombría que se atribuye. Escucha, porque está tan cerca que es inevitable, como ruge de deseo y siente en su nuca el aliento del agresor.
Es un momento cruel. El pobre tipo está encerrado. Por la izquierda la mediana que separa los dos sentidos, imposible; por la derecha más de la mitad del camión, inviable; por detrás el agresor que ya casi le golpea. La única salida está al frente y es un espacio infinito, pero para llegar a él se requiere de un tiempo que el de atrás no otorga pues los sudores para pagar su máquina no le permiten regalarlo.
Ahora ya casi ha superado al camión. Apenas le queda la cabeza para que la inmensa serpiente quede atrás. Solo se necesitaría un instante de paciencia. Ni modo. Sin ser consciente de ello nuestro pobre protagonista continúa insultando al súper hombre y a su máquina que no entienden cómo un mindungui puede abortar su afán de poder. El golpeteo persiste, la violación está a punto de consumarse.
Por fin lo consiguió. Superado el camión, el cochecillo indefenso corre a refugiarse a su derecha. En ese momento aparece por su izquierda la bestia. Su propietario, manteniéndose por un instante a su altura se lo mira con desdén y superioridad. Tiene la pretensión de que nuestro protagonista mire y admire todo el metal que le envuelve, cosa que él no hace porque le importa una soberana mierda todo aquel alarde. Después, el presunto violador de vehículos aprieta el acelerador de su potente hombría y se aleja como niño de un cura.
Antes de desaparecer en la lejanía, nuestro protagonista puede ver como saltan chispas por debajo de la máquina. Lo atribuye a que los cojonazos de su propietario fuerzan a que su pobre escroto se distienda hasta llegar al suelo. Se sonríe. Piensa que aquel pobre tipo llegará a todas partes ante que él. Será un don nadie antes que él; su mujer le engañará con otro antes que la suya y con toda probabilidad morirá antes que él.
Llega el peaje…Todo se iguala de nuevo excepto el precio a pagar por el alarde. Ahí, el pobre primavera pilla de lleno.
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